viernes, 27 de mayo de 2016

Desarrollo rural y pastoreo

Desarrollo rural y pastoreo
Día tras día vemos cómo lamentablemente los pueblos se van despoblando y convirtiendo en residencias de ancianos. Lo poco que queda de aquellas generaciones criadas al amor de la lumbre y de la tierra quema la última etapa de su vida en medio de la angustia y la estupefacción. Son los últimos testigos, mudos, de una cultura impregnada de valores humanos, que guardan en lo más hondo de su corazón, y de un sistema económico artesanal que permitía vivir a un buen número de familias, manteniendo, eso sí, ocupados a todos sus miembros, grandes y pequeños.
Desde la distancia que nos separa (corta en el tiempo, aunque larga en las transformaciones) alguien podría suponer que en aquel sistema no había lugar para la diversión, pero se equivoca rotundamente. Por extraño que pueda parecer, la gente se divertía, y mucho. Especialmente la infancia era una continua diversión, pero también estaba muy presente en la vida de los adultos, y ello por dos razones fundamentales: en primer lugar, porque no existía la noción de tiempo libre que hoy manejamos y que erróneamente identificamos con tiempo de diversión. No, en aquel contexto económico-cultural el tiempo era ocupación: un tiempo ocupado por el trabajo y otro tiempo ocupado por la diversión (fiestas, bailes, partidas de calva, comedias…). En segundo lugar y más importante, porque aquel sistema permitía convertir en ocasiones el propio trabajo en diversión (máxima aspiración teórica de la sicopedagogía laboral, que cada vez está más lejos de alcanzarse). Pensemos, por ejemplo, en el trabajo festivo de la matanza, con la participación de familiares y vecinos, o en el trabajo-diversión de los hiladeros o filandones, o en el más divertido aún de “andar al calamón”.
Pero todo esto ya sólo es historia, historia que languidece y se extingue a medida que se extinguen las generaciones que protagonizaron el desarrollo de aquella cultura. La deriva económico-industrial que en los años sesenta catapultó a las ciudades a toda una generación significó para el campo una herida mortal que convirtió a los pueblos en seres moribundos (como cantaba el gran José Feliciano). La visita periódica estival de la generación emigrante y de sus hijos no hace sino acentuar el sentimiento de decadencia y abandono. De nada han servido las políticas agrarias, tanto las comunitarias como las estatales o regionales en orden a la revitalización del campo (lo que han dado en llamar desarrollo rural); antes al contrario, han servido para fomentar el latifundismo, abandonando a su suerte a los pequeños y medianos agricultores, cuyas explotaciones se han visto forzadas a la desaparición. Y no podía ser de otro modo, puesto que esas políticas agrarias están inspiradas en un criterio puramente economicista en el que lo único que cuenta es la renta bruta general. Pero, ¿de qué nos sirve que uno produzca por sesenta, si los otros cincuenta y nueve se ven obligados a vivir de la caridad ajena, aunque sea la estatal? ¿Qué pasaría si esa caridad nos fallara algún día…?  No se trata de volver al trillo, desde luego, pero afortunadamente el “jajo” no ha desaparecido todavía, y podemos decir que esta herramienta ancestral representa lo que resta de vida de los pueblos. Si algún día desapareciera, el luto sería total. Confiemos en que de ese pequeño rescoldo de vida pueda resurgir aún la revitalización.
Pero en la recuperación de la vida rural no todo vale. No vale, por ejemplo, que de buenas a primeras se presente un individuo y pretenda adueñarse despóticamente del territorio de un pueblo. Esto es, poco más o menos, lo que está ocurriendo en Pobladura de Yuso con un ganadero venido de lejos, el cual, tras alojar sus ovejas en una antigua granja de vacuno, se ha dedicado a pastorear sin autorización alguna por terreno público y privado, llegando incluso a encararse con los propios dueños de las fincas. Esto es, evidentemente, un abuso manifiesto y una ilegalidad a la que por el momento (y lleva ya unos cuantos meses) nadie le ha puesto coto. Por mucho menos delito (como cortar unos palos para las habas) a cualquier vecino del pueblo le habría caído una buena sanción.
Por mucha cara dura que tenga el ganadero –y no cabe la menor duda de que la tiene- y por muy equivocado que esté suponiendo que todo el monte es orégano, es posible que alguien haya cometido un error haciéndole creer que se puede negociar con un derecho que afecta a terceros, siendo estos terceros nada más y nada menos que los titulares de los montes por los que deambula alegremente el intruso. A los vecinos de Pobladura de Yuso no nos molestan las ovejas en el campo, siempre que no hagan daño. Pero lo que de ningún modo podemos permitir son los rebaños guardados por el lobo (con perdón del canis lupus). A veces se tiene la impresión de que a los confines del reino, como a los confines de las playas, no llegan más que los restos del naufragio.  
Pobladura de Yuso, 22 de abril de 2016

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